
El comedor de la Academia Hexen rugía con las risas y gritos de los alumnos. Allí, los niveles lo eran todo. Todos tenían habilidades o superpoderes: desde los que podían calentar agua con solo tocarla, hasta quienes alteraban campos gravitacionales con la mente. Según su dominio y potencia, se les asignaba un nivel. El común era el nivel dos. Los cadetes más fuertes eran nivel tres, y los altos mandos del ejército que eran instructores o directivos de la academia llegaban al nivel cinco. La leyenda decía que el rector, el General Ortiz, era nivel siete, pero nadie lo había podido comprobar nunca. Los pocos que no tenían habilidades… eran nivel uno. Blancos perfectos para los bulis.
Diego Talen era nivel uno. Pedro también.
Mientras Diego terminaba de comer, un golpe seco en la nuca lo hizo escupir el arroz. La charola cayó al suelo.
“¿Otra vez tú, chupasangre?” murmuró Rafael con una sonrisa torcida. Nadie más oyó eso, pero Diego sí. Y esa palabra, “chupasangre”, le heló la sangre que ya de por sí nunca estaba del todo tibia.
Baltazar, de piel cobriza y mirada letal, le arrebató la mochila. Hugo, siempre con un chicle en la boca o en los dedos, se reía mientras vaciaba los bolsillos de Pedro. Lucho, enorme y callado, sólo observaba desde atrás. Su sola presencia bastaba para hacer temblar a cualquiera. Medía casi dos metros, tenía los músculos de un luchador profesional y arrastraba una fuerza que ya había dejado varios alumnos en la enfermería… sin decir una sola palabra.
Víctor, el mejor amigo de Diego y Pedro, y de nivel tres, alcanzó a dar un paso al frente. “Ya estuvo, Rafael.”
Rafael se giró con burla. “¿Y tú qué? ¿También vas a llorar por ellos?”
Víctor apretó los puños, pero no respondió. No podía enfrentarse a los cuatro abusivos él solo. Rafael le lanzó un guiño burlón antes de marcharse con su banda.
Minutos después, Pedro apareció desde la cocina con un durazno a medio comer. “¿Otra vez te dejaron sin almuerzo?”.
Diego asintió, seco. Después caminaron juntos hacia el patio viejo de la academia, donde ya los esperaban Luisa y Érica, ambas de nivel dos. Luisa tenía el cabello trenzado y la expresión decidida. Érica cargaba una tablet en una mano y una paleta de mango con chile en la otra.
“No podemos seguir así,” murmuró Víctor, pateando una piedra del piso. “Si al menos tuvieran habilidades…”
“O si aprendiéramos a usar las que tenemos,” dijo Luisa con fastidio.
“¿Y si conseguimos habilidades nuevas?” añadió Érica, mostrándoles en la tablet un croquis muy poco oficial. “En este foro dicen que en la sección prohibida hay libros raros. De los que reescriben tu núcleo si sabes cómo leerlos.”
Pedro abrió los ojos como platos. “Dicen que un chico perdió la piel de los brazos por abrir uno de esos sin guantes mágicos.”
“También dicen que otro aprendió a controlar el tiempo por diez segundos,” dijo Diego, casi en un susurro.
“¿Tienen mejores ideas?” preguntó Luisa.
Esa misma noche, cuando la academia dormía y los rondines de vigilancia estaban programados para otra zona, los cinco se deslizaron hacia la biblioteca central. Érica había falsificado el pase de acceso con un algoritmo que imitaba el patrón de seguridad biomágico. El guante protector lo llevaba Pedro, que no dejaba de temblar.
Pasaron frente a estantes que parecían vivos. Algunos libros se movían solos. Otros emitían un zumbido leve. Había volúmenes encerrados en cápsulas de cuarzo, protegidos por círculos de runas que chispeaban si uno se acercaba demasiado.
“Nos estamos tardando,” murmuró Víctor, revisando su reloj. “Los turnos de vigilancia cambian en quince minutos.”
Buscaron sin éxito. Uno tras otro, los libros que encontraban eran ilegibles, peligrosos o de habilidades bastante sencillas, nada excepcional como lo que necesitaban. Algunos estaban escritos en lenguas muertas. Otros no podían abrirse sin una llave que no tenían.
“Esto fue una pérdida de tiempo,” dijo Luisa, impaciente.
Pedro, que ya estaba sudando del miedo, tiró sin querer una caja de metal viejo que estaba mal puesta en uno de los estantes. El estruendo rebotó por toda la sala.
“¡Pedro!” lo regañó Érica en un susurro, pero se detuvo al ver lo que había dentro. Un estuche oxidado con una cerradura sencilla. Al abrirlo, encontraron un pergamino perfectamente conservado. El mapa tenía una tinta que brillaba tenuemente bajo la luz de la luna.
Una nota, escrita a mano, lo acompañaba:
“El tesoro del Inquisidor Sombrío se oculta en las Cavernas del Eco. Dimensión 7. Nivel de peligro: extremo. Valor estimado: incalculable.”
Víctor silbó. “Con eso podríamos comprar libros… armas… ¡hasta una cabaña flotante!”
Luisa lo miró con severidad. “O pagar instructores reales.”
Pedro levantó la cabeza, casi con esperanza. “¿Vamos?”
Diego guardó el mapa con cuidado. “Si quieren quedarse, está bien. Yo voy.”
Érica lo miró. “¿Tú solo? Ni de broma.”
Víctor asintió. “Entonces vamos los cinco.”
Y nadie más dijo que no.
(Pausa)
Desde que se inventaron los portales interdimensionales hacía más de un siglo, la historia de la humanidad cambió para siempre. Se descubrieron civilizaciones enteras, otras formas de vida, tecnología y conocimiento que antes parecían parte de la ciencia ficción. La Academia Hexen se convirtió en uno de los centros de formación más importantes para exploradores, científicos y combatientes. Allí, abrir un portal no era simple curiosidad, sino que era una responsabilidad.
Los portales estaban clasificados por colores. Los verdes llevaban a mundos ya explorados, seguros y cartografiados. Los amarillos conducían a mundos semi-explorados, inestables, con zonas aún desconocidas y posibles amenazas. Los rojos… nadie hablaba mucho de ellos. Eran los mundos no explorados. Y los que se atrevían a cruzarlos, a menudo no regresaban.
Con la ayuda de Érica, que podía leer cualquier código mágico, y de Luisa, que dominaba campos electromagnéticos, los cinco amigos lograron infiltrarse en una sala restringida del ala de Exploración Avanzada. Allí, entre columnas cristalinas y monitores antiguos, encontraron una consola olvidada que aún contenía energía residual.
La clave fue Víctor. Tocó la mano de un centinela de portales dormido en la sala contigua y, durante dos horas, copió su poder para activar el protocolo correcto. El portal frente a ellos brilló con un resplandor dorado: amarillo. Un mundo semi-explorado. Acceso restringido.
“Ya no hay vuelta atrás,” murmuró Diego.
“Me encanta cuando dices cosas aterradoras con voz tranquila,” respondió Pedro.
El vórtice los absorbió. Pero no fue inmediato, ni silencioso.
Apenas Víctor activó la secuencia final, el anillo del portal se iluminó con un resplandor dorado que vibraba en el aire como una advertencia. El suelo tembló ligeramente bajo sus pies. El marco entero parecía respirar, como si el espacio al otro lado no fuera sólo otra dimensión, sino un ser vivo, despierto, esperando.
“¿Están seguros de esto?” murmuró Luisa, ajustándose los guantes.
“No,” respondió Diego sin dudar. “Pero lo vamos a hacer.”
El centro del portal giraba con lentitud al principio, mostrando una superficie líquida que reflejaba colores que ninguno de ellos reconocía. Luego, de golpe, la energía se aceleró. El aire se volvió espeso, el sonido pareció apagarse, como si estuvieran sumergidos en agua.
Pedro tragó saliva. “Esto no es como en clase de teoría.”
“No, esto es real,” dijo Érica, con los ojos fijos en el umbral.
Uno por uno, cruzaron.
Al pasar, sus cuerpos fueron envueltos por una presión cálida, casi pegajosa. No dolía, pero sí pesaba. Los colores cambiaban a su alrededor, como si los estuvieran escaneando. Sus recuerdos más recientes: la biblioteca, el mapa, la risa de Rafael, parecían disolverse durante un segundo.
Y entonces, la gravedad se corrigió. Sus pies tocaron la roca húmeda.
El silencio era total. Ni viento, ni vida, ni voces.
Del otro lado del portal, el mundo los recibió con oscuridad mineral. Paredes de piedra brillante, humedad constante que se deslizaba por sus mejillas, y un eco profundo que parecía responder a sus latidos.
Diego fue el primero en hablar:
“No sé qué decir… Ehm, ¿bienvenidos?”
Y por primera vez, todos entendieron que estaban solos. En un mundo que no los conocía. Y que probablemente no los quería allí.
Las cavernas retumbaban con ecos lejanos y paredes vivas que pulsaban con energía antigua. Cada paso que daban parecía despertar algo más profundo.
“¿Estamos seguros de que es aquí?” preguntó Pedro, abrazando su mochila con ambas manos.
Diego apuntó al símbolo grabado en varias rocas: el mismo que aparecía en la nota del mapa. Un ojo envuelto en llamas. “Es aquí.”
Avanzaron por túneles que cambiaban de forma cuando nadie los miraba. Encontraron acertijos inscritos en paredes líquidas, plataformas móviles y trampas con cuchillas invisibles. Para avanzar, debían resolver enigmas antiguos sobre la historia galáctica: nombres de emperadores que gobernaron antes de la Era de los Portales, sistemas estelares desaparecidos, guerras que ocurrieron a niveles cuánticos.
“Esto se siente como un examen con consecuencias mortales,” murmuró Érica.
Pero unas horas más tarde, cuando ya empezaban a creer que lo peor había pasado, un eco conocido retumbó por las galerías.
“Baltazar,” murmuró Érica con el ceño fruncido. “Y no está solo.”
Rafael, Hugo y Baltazar estaban del otro lado de una grieta. Se reían.
“¿Pensaban dejarnos fuera de la fiesta?” gritó Rafael. “Gracias por hacer todo el trabajo sucio.”
Lucho caminaba tras ellos, encorvado, arrastrando una mochila de metal reforzado. Aunque daba miedo con solo verlo, sus ojos se suavizaron apenas vio a Diego.
Los amigos corrieron. Varias trampas se activaron a su paso mientras el grupo usaba sus habilidades para sobrevivir. Luisa magnetizó un puente de hierro y lo partió en dos justo antes de que Baltazar lo cruzara. Érica manipuló una columna de gas para ocultarlos. Víctor tocó la mano de Luisa y, con su poder duplicado, reforzó una pared de piedra con campos magnéticos.
Pedro gritaba con los ojos cerrados, pero seguía corriendo.
“¡No dejen que nos alcancen!” gritó Diego, el último en cruzar el pasadizo. Y por un instante, en ese mundo extraño, el grupo entero creyó que tal vez sí podían lograrlo.
(Pausa)
Más allá de los túneles y los acertijos, hallaron una gruta tan grande como una catedral sumergida. En el centro flotaba un barco suspendido en esferas de gravedad. Tenía velas negras y una bandera con el símbolo del Inquisidor Sombrío: un ojo envuelto en llamas.
“¿Eso es… real?” susurró Pedro, boquiabierto.
El casco estaba cubierto de placas de un metal oscuro que reflejaba colores inexistentes. Las velas ondeaban con una brisa que no soplaba en ningún otro sitio. Érica arrancó una muestra del metal. “Esto vale millones de créditos. Uno solo nos compra la vida entera.”
Mientras Diego exploraba la bodega del barco, una sombra gigantesca se movió entre los pilares de roca. Lucho emergió de entre la penumbra, con pasos pesados y el rostro oculto en parte por su cabello oscuro y sudado. No levantó los puños. Sólo alzó las manos con lentitud.
“Yo no quiero hacerles daño,” murmuró, con voz grave pero baja. “Rafael me obliga. Pero ustedes… ustedes me hablan como si fuera una persona. No como ellos.”
Víctor entrecerró los ojos. “¿Y cómo sabemos que no es una trampa?”
Lucho bajó la cabeza, con algo parecido al dolor asomando en su expresión. “Sé que Diego es distinto. Lo noto. Rafael también. Lo huele… como sangre vieja. Como si no fuera completamente humano.”
El silencio fue denso.
“Yo sé tu secreto, Diego,” continuó Lucho, mirándolo directamente. “Sé que eres un vampiro.”
Diego no se movió. Ni lo negó.
“Si Rafael lo descubre, dirá que eres un monstruo,” añadió Lucho con amargura. “Te cazarán.”
Luisa lo miró con los ojos muy abiertos. Nadie habló. Nadie tenía por qué.
“Los voy a ayudar,” dijo Lucho, dando un paso adelante. “Estoy harto de ellos. De que me usen. De que me traten como una cosa. Los llevaré por un atajo. Pero deben apurarse.”
Pero era demasiado tarde.
Un estruendo rebotó en la caverna. Rafael, Baltazar y Hugo aparecieron en la cubierta del barco, trepando por un túnel lateral como si hubieran estado siguiéndolos todo el tiempo. Rafael iba al frente, jadeando con los ojos encendidos de furia.
“¡Pensaron que podían robárselo todo!” gritó, alzando una esfera de energía negra. “¡Lucho! Atrápalos. Tráemelos. Los voy a partir uno por uno.”
Lucho no se movió.
Baltazar lanzó una esfera congelante hacia Érica, atrapándola en una columna de hielo. Hugo gritó mientras arrojaba una lanza de energía que explotó cerca del mástil. Víctor, sin pensarlo, tocó a Luisa y duplicó su don. Destruyó el hielo con un pulso magnético.
“¡Ahora, Lucho!” gritó Rafael. “¡Te ordeno que los agarres!”
Pero Lucho no se inmutó. Dio un paso más al frente, entre Rafael y los demás.
“No,” dijo, con la voz retumbando en la caverna. “No soy tu perro.”
Rafael frunció el ceño, confuso al principio, luego furioso. “¿Qué dijiste?”
“Ya no soy tu guardaespaldas. Ya no soy tu arma. Ellos me trataron como si valiera algo. Tú solo me usas para que otros te tengan miedo.”
Rafael dio un paso hacia él, alzando la mano. “Te vas a arrepentir de esto, Lucho.”
Pero Lucho no se movió. No retrocedió. Siguió de pie como una montaña viva.
Una trampa del barco se activó de golpe: el suelo vibró con violencia y una de las esferas gravitacionales explotó, lanzando fragmentos del metal valioso hacia el lago subterráneo. Las placas comenzaron a hundirse una tras otra.
“¡Corran!” gritó Pedro, sujetando a Érica del brazo.
Luisa activó un campo magnético para desviar los fragmentos flotantes. Víctor cubrió a Pedro. Diego miró una última vez a Lucho, que seguía frente a Rafael, como un muro imposible de atravesar.
Y por primera vez, Rafael retrocedió.
Un rugido grave y áspero vino desde el corazón de la caverna, un estruendo tan profundo que hizo vibrar el aire. Las paredes comenzaron a agrietarse, como si la dimensión misma se estuviera desmoronando.
“¡El barco!” gritó Érica, señalando las grietas que se abrían bajo la quilla suspendida.
Los pilares que sostenían las esferas gravitacionales comenzaron a colapsar. El suelo temblaba. Del techo caían fragmentos de cristal fósil y estalactitas enormes.
“¡Se está viniendo abajo!” gritó Víctor.
Las placas de metal oscuro, el tesoro que tanto habían buscado, comenzaron a caer. Rebotaban contra el suelo, y una tras otra desaparecieron en una grieta que se abrió justo en el centro de la caverna. Era como si el mundo mismo escupiera lo que no les pertenecía.
“¡No, no!” Pedro se lanzó hacia una pieza, pero Diego lo detuvo justo a tiempo. “¡No vale la pena!”
“¡Tenemos que salir de aquí!” gritó Luisa. “¡Ya!”
Lucho se volvió hacia ellos. “¡Síganme! Conozco un camino más corto. ¡Rápido!”
Corrieron entre rocas sueltas y pasadizos que ya no eran iguales. Los túneles cambiaban con el derrumbe, como si quisieran tragarlos. Cada minuto contaba. Cada paso podía ser el último.
Llegaron a la cámara donde habían abierto el portal por primera vez. La consola chispeaba, casi sin energía.
“¡Voy a intentarlo!” dijo Luisa, conectando su campo magnético a los circuitos. “Pero necesito tiempo.”
“¡No tenemos tiempo!” Érica comenzó a manipular los códigos mágicos mientras Víctor se paraba frente a la entrada, cubriéndolos con un campo de energía duplicado.
Diego, en silencio, sostuvo el mapa con ambas manos. Era lo único que aún no se había destruido.
La consola emitió un zumbido. Un parpadeo. Y entonces, el vórtice se encendió.
El portal amarillo volvió a girar. Inestable. Agresivo. Pero abierto.
“¡Todos dentro!” gritó Víctor.
“¿Y ellos?” preguntó Pedro, señalando el túnel trasero, donde las voces de Rafael y los otros aún se escuchaban entre el estruendo.
Nadie respondió por un momento. Diego fue el primero en hablar.
“No somos como ellos. No cerramos puertas.”
Luisa asintió con un gesto serio. “Vámonos.”
Uno a uno, cruzaron. Dejaron atrás el derrumbe, el barco, y el tesoro perdido. La caverna desaparecía detrás de ellos.
Ya en la Tierra, los cinco se escondieron en los dormitorios vacíos de segundo año, aún cerrados por remodelación. Apenas podían hablar. Sus ropas estaban rasgadas, cubiertas de polvo alienígena. Érica monitoreó las cámaras desde su tablet.
“Ahí están,” murmuró. “Los bulis también salieron.”
En la imagen estaban Rafael, Hugo y Baltazar tambaleándose fuera del portal, cubiertos de lodo, moretones y ceniza. Justo en ese momento, una figura imponente emergió del pasillo: el General Ortiz.
“¿Qué hacen aquí?” Su voz fue como un disparo. “¿Quién autorizó el uso del portal siete?”
Rafael intentó componer el rostro. “Fue una… práctica supervisada.”
Ortiz levantó una ceja. “¿Supervisada por quién? ¿Por tus fantasmas?”
El General pasó una tarjeta maestra por el lector, revisó los registros del sistema, vio las firmas falsificadas y los accesos manipulados.
“Violaron tres protocolos de seguridad interdimensional. Casi quedan atrapados. Y encima usaron recursos que no les pertenecen.”
Baltazar intentó decir algo, pero Ortiz levantó una mano. “No quiero explicaciones. Van a desear haber sido expulsados.”
Los guardias de disciplina se llevaron a los tres entre protestas, arrastrando los pies. Lucho no estaba entre ellos. Nadie sabía dónde había quedado.
Horas más tarde, en su dormitorio, Diego se dejó caer en la cama. Su cuerpo temblaba de cansancio. Apenas podía cerrar los ojos.
Se quitó la chamarra. La arrojó sin fuerza contra la silla. Algo cayó con un sonido metálico: un tintineo pequeño y solitario.
Desde la litera de arriba, Víctor se asomó. “¿Crees que… algún día podamos volver allá?”
Pedro respondió desde su rincón, con la voz ronca. “Yo diría que sí, algún día hay que intentarlo de nuevo. Después de todo lo que pasamos, yo diría que ya somos expertos.”
Érica soltó una carcajada suave. “Claro, expertos en no morir.”
Pero Diego no se reía. Estaba sentado en el suelo viendo lo que había caído del bolsillo interior de su chamarra. Recogió el objeto y lo sostuvo entre los dedos.
Una pieza.
Una sola.
Del mismo metal oscuro que todos creyeron perdido.
Érica lo vio con la pieza en la mano. Sonrió.
Ante el silencio, todos se fueron acercando y formaron un círculo alrededor de Diego, sin poder creer lo que veían. Nadie pudo decir una sola palabra.
Y por primera vez en mucho tiempo, la Academia Hexen fue un lugar donde todo parecía posible.¿Cómo cambiará la vida de los cinco amigos? Para seguir escuchando las aventuras de Diego y sus amigos, descarga Pocket FM y no te pierdas ni un capítulo de la serie de fantasía número uno: ‘El código del vampiro’. ¡Empieza a escuchar hoy totalmente gratis!